En el hombre de los dados , un exitoso psiquiatra neoyorquino, que comparte nombre con el narrador de esta historia, entra en crisis (o más bien en barrena) y comienza a poner en duda los procedimientos «científicos» que lo han convertido en una eminencia. Esa incertidumbre lo llevará a abrazar el azar como paliativo para la neurosis y los dados como antídoto contra el agobio de la libertad cotidiana. El médico de almas se abandona a una alegre espiral de sexo, droga, violencia y mentira que, paradójicamente (o no), le abre de nuevo las puertas del prestigio social: miles de chalados lo admiran con devoción religiosa y se convierte en el mesías de una secta descabellada. Y lo que para él empezó como un juego acaba en infierno y para nosotros en una catarata de risas.
¿Moraleja? Tal vez no hay respuestas inapelables; tal vez debemos aprender a vivir con nuestros demonios; o sea, a convivir con nosotros mismos. O tal vez ocurra lo opuesto. Aunque lo más probable (dentro de lo aleatorio) es que no tengamos ni la más remota idea.